sábado, 8 de noviembre de 2014

Mi hijo es un pegón

“Mi hijo es un pegón”
Los niños pequeños aún no han tenido tiempo de aprender a canalizar su agresividad. Así que, en cierto modo, es normal que peguen o muerdan a otros niños. Son los padres quienes, con su ejemplo, paciencia y cariño, les han de enseñar, poco a poco, a ser tolerantes con los demás.

Ana, de dos años, muerde a otros niños de la guardería. Los demás niños la evitan. Cuando se enfada Marc, de año y medio, llama tonta a su madre y le pega manotazos. Carlos, de dos años, ha empujado a otro niño en el parque, le ha golpeado con la pala y le ha tirado arena por la cabeza. Sus padres están preocupados. ¿Por qué se comportan así sus hijos? ¿Cómo pueden atajar esa violencia? ¿Deberían castigarles?
Ante todo, que no cunda el pánico. Cierto grado de violencia es frecuente y normal en niños pequeños. No me malinterprete: no estoy diciendo que esos comportamientos sean buenos, deseables, aceptables o convenientes. No estoy diciendo que haya que permitir que un niño pegue. Simplemente digo que es algo habitual, que su hijo no es un monstruo ni se está convirtiendo en un delincuente juvenil.
Esta normalidad de la violencia sorprende a algunos padres, convencidos de que el ser humano es pacífico por naturaleza y que la sociedad es la que corrompe y lo vuelve violento. Me temo que esto es un mito. En la mayoría de los animales y muy especialmente en los primates, nuestros parientes más cercanos, la violencia es un fenómeno cotidiano. Los primates suelen vivir en sociedades jerarquizadas, en las que los individuos dominantes mantienen su poder mediante la fuerza o la amenaza. Por lo contrario, as la cultura y la civilización la que nos permite comportarnos de forma menos violenta y respetar a los débiles. Los niños pequeños no han tenido tiempo de aprender. Les vamos enseñando paulatinamente.
Algunas adultos consiguen reprimir completamente sus impulsos violentos. La mayoría, para qué nos vamos a engañar, nos limitamos a reconducirlos en formas socialmente aceptables: en lugar de pegar y morder, optamos por gritar, insultar o hacer comentarios sarcásticos.

OFRECER COMPRENSIÓN
Se ha comprobado que los niños criados con cariño y respeto, que tienen una sólida relación afectiva con sus padres, son más pacíficos y tienen más tendencia a respetar a otros niños o consolarles si lloran. En cambio, los niños que han recibido poca atención, o que han sufrido gritos y golpes, se muestran más violentos.
Una vez más, no me malinterprete. No estoy diciendo que todos los niños que pegan han sido maltratados, o que los padres tienen la culpa de todo. Todos los niños pueden mostrarse agresivos de vez en cuando porque es normal. Y algunos niños, porque son más movidos o quizás, más impulsivos o por lo que sea, se muestran agresivos con frecuencia a pesar de ser tratados con muchísimo cariño. Únicamente digo que el trato influye, pero es solo un factor entre otros. Eso sí, es un factor importante, pues depende de nosotros: no podemos cambiar el carácter de nuestro hijo, pero sí podemos modificar la forma en que lo tratamos.
Cuando lo dejamos llorando en su cuna en vez de correr a consolarlo, le estamos enseñando a ignorar el llanto de los demás. Cuando le gritamos e insultamos (“¡Pero estás tonto o qué!, ¡Eres malo!, Estás muy feo cuando te chupas el dedo”), le estamos enseñando que gritar e insultar son maneras normales y aceptables de tratar a los demás. Cuando obligamos a hacer las cosas por las buenas, “porque aquí mando yo”, le estamos enseñando que los más fuertes tienen derecho a dar órdenes a los más débiles. Ya sé que a veces no queda más remedio que obligarle a hacer algo realmente importante –a vacunarse, a cambiarse de ropa, a cogerse de la manita para cruzar la calle…-, pero hay formas y formas de decir las cosas; no hace falta hacerlo a gritos y de malos modos. Cuando le pegamos un bofetón o le amenazamos con dárselo, ¿qué le estamos enseñando?
Aún hay muchos padres convencidos de que un golpe en la manita es la única manera de impedir que un niño toque la estufa o el cuchillo del pan. Seamos un poco serios. Si un adulto, enfrentado a la difícil tarea de decir “no toques esto” a un niño, no consigue encontrar otro medio que un manotazo (aunque sea flojito), ¿cómo podemos esperar que ese mismo niño no recurra al manotazo para decir “no me toques los juguetes”?

ENSEÑAR TOLERANCIA
Así que, cuando su hijo pegue, en vez de subirse por las paredes y echarle discursos, deténgase a reflexionar: “¿Cómo me gustaría que se hubiera comportado mi hijo en esta situación? ¿Qué quiero que haga, en vez de pegar?”. Trate a su hijo (y a su pareja, y a todo el mundo), incluso cuando él no esté mirando, como le gustaría que su hijo tratase a sus compañeros.
Un niño de dos o tres años no puede hacer mucho daño a un adulto, ano ser que le pille muy desprevenido y le meta un dedo en el ojo. Puede insultarnos (¿dónde habrá aprendido esas palabras?), puede darnos un manotazo o arañarnos, tal vez incluso tirarnos del pelo, pero tampoco es para tanto. En la mayoría de casos, podemos verlo venir, apartarnos, o apartarlos, o sujetarles la mano antes de que nos toquen.
Así que no tenemos excusa: no podemos perder los papeles. Un adulto no puede pelearse con un niño de igual a igual, no puede perder los nervios, ponerse a gritar y mucho menos devolver los golpes. Y tampoco recurrir a medios más sofisticados de represalia psicológica: ignorarles con olímpico desprecio, intentar demostrarles que somos seres muy superiores y ellos unos simples gusanos babosos, obligarles a pedir perdón ya besar el suelo que pisamos.
Basta con decir con calma y sencillez “¡no, pegar no!”, y a otra cosa mariposa. Si conocemos la causa del enfado –habitualmente un niño ha de estar realmente furioso para golpear a sus padres-, intentemos ponerle remedio. Si la causa es un misterio –lo que también ocurre a veces-, lo mejor es distraerlo y cambiar de tema.

SER UN BUEN EJEMPLO
Muy distinto es cuando pega a otro niño de su edad. Entonces sí que puede hacerle daño o, como mínimo, pegarle un buen susto y hacerle llorar, y es probable que la madre del otro niño nos mire de mala manera.
Es prioritario evitar la agresión. Si su hijo tiene costumbre de empujar, pegar o morder –y algunos niños lo suelen hacer durante cierta etapa de su desarrollo-, no lo deje solo ni un minuto con otros niños. Tendrá que estar siempre a medio metro de distancia e interponerse en cuanto lo vea con la mano levantada o la boca abierta. Es un esfuerzo, lo sé, pero nadie ha dicho que criar hijos sea fácil.
Si no ha logrado evitar la agresión, aparte inmediatamente a su hijo, con decisión y eficacia pero sin gritos ni violencia, y consuele a la víctima al tiempo que le echa un breve discurso a su hijo: “No, no hay que morder. ¿No ves que hace pupa? A los niños no les gusta que les muerdan. Cuando se le hace pupa a un niño, hay que pedirle perdón, así: Perdón, lo siento mucho”.
Pida usted también perdón a los padres del otro niño. Si se disculpa, está dando un excelente ejemplo y está resolviendo la situación rápidamente. En cambio, si intentase obligar a su hijo de dos o tres años a pedir perdón, podría verse envuelto en una situación ridícula de la que iba a costar salir: “¡Que pidas perdón, te he dicho! ¡Hasta que no pidas perdón no nos vamos de aquí!”.

LAS PALABRAS PRECISAS
Si el incidente ha sido grave, váyase con su hijo a otra zona. No como castigo sino para evitar nuevas agresiones, y así se lo explica amablemente: “Si muerdes, los otros niños no quieres jugar contigo, así que vamos a jugar solo tú y yo. Si mañana quieres jugar con los otros niños, pues no les muerdas”. Según las circunstancias, el aislamiento se puede levantar en unos minutos o tal vez hay que irse del parque esa tarde.
Los largos discursos son inútiles. Tanto a los dos años, como a los doce o a los veinte, para decir a una persona que no pegue, bastan dos palabras: “No pegues”. No por soltar un sermón lo va a entender mejor. Un niño de dos años difícilmente lo va a comprender a la primera; es probable que la escena se repita varias veces: Aprenderá con la repetición, como la tabla de multiplicar.


CARLOS GONZÁLEZ  Pediatra y escritor. Autor de Bésame mucho, Mi niño no me come y un Regalo para toda la vida, guía de la lactancia materna.

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